“Paul Valéry afirmó que un poema no se termina, se abandona, y de esto se hizo eco Octavio Paz. Creo lo contrario: el poema abandona al poeta en el desierto de su deseo no saciado.” — Juan Gelman, al recibir el premio Reina Sofía.
Este lento consumo de silencios parece, casi todo, un gemido sordo, entrecortado, maloliente, como trazo de gas pimienta en este aire que decimos –tú y yo– que respiro.
Día tras día, despepitar hasta que sólo quede eso: un rastro de semillas donde nada crece, ni siquiera la carne que alojaba esa esperanza en forma de goteras. Desvelo tras desvelo, una enorme pesadilla inatrapable que asfixia.
Encuentro descanso en la confiable tinta negra (ya sabes que la azul puede ser peligrosa) y temo, creo que con razón, la visita de mi albacea, pues ahora sus afectos tienen un guardián implacable, y yo, apegado a la nostalgia y a los viejos usos, utensilios y costumbres, cada vez quedo más en desventaja.
Lo único que me mantiene cuerdo es el insomnio, cruelmente destruido por el sueño, disipado al poco rato (una hora más temprano) por la luz que inaugura la vigilia.
Ah, pero siempre llega la noche. No estoy loco; sólo escucho con un poco más de cuidado este nuevo silencio. Las voces nunca respetan mis deseos.
Los habitantes de la imaginación entran y salen en un torbellino de letras que nadie puede advertir.
Antes de que amanezca, el caos de mi cerebro persigue una palabra que le dé sentido al sacrificio, a la morbosa violación de una página blanca.